Arranco mi recorrido por las calles tranquilas de Oud Zuid (el Viejo Sur), como se llama nuestro barrio, donde generalmente corre una brisa fresca. Basta con ver cualquier obra de los grandes maestros holandeses para darse una idea de la luz que ilumina nuestro paseo matutino: una luz blanca y nítida, como aclarada. Una luz sobria que carece, por ejemplo, de ese tono anaranjado que otorgan las partículas del sol del Mediterráneo. Las casas de nuestro barrio son construcciones de ladrillo de tres o cuatro pisos, que datan de los primeros veinte años del siglo XX, cuando lo que entonces era una ciudad de trabajadores en plena expansión, y aún olía a arenque y café tostado, se iba ampliando rápidamente en torno a su núcleo central de canales. Desde la bicicleta vemos los apartamentos de planta baja que dan a la calle. En algunos de ellos, siguiendo una tradición holandesa que me gusta atribuir a un arraigado compromiso con la apertura, la ventana central no lleva cortinas y, por lo tanto, deja la sala de estar a la vista del público, como si la familia que vive allí considerara que su vida es digna de un museo. Luego llegamos a un tramo del recorrido que nos hace avanzar sobre el costado de un canal. Al principio, yo no entendía por qué, cada vez que llegábamos a ese tramo, mi hijo empezaba a lanzar una especie de alaridos agudos, hasta que comprendí que Anthony estaba imitando el sonido de las gaviotas que vuelan alocadas, trazando arcos y cayendo en picada sobre el agua.
“Un paseo en bicicleta”. Russell Shorto.
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